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Canicas

Volví de jugar en el parque con los demás niños. Venía sudando y sucio de barro. Ni siquiera me dolía el arañazo que sangraba un poquito por mi rodilla. Mi madre me mandó a lavar las manos, para comer, mientras ella ponía la mesa. Estaba aseándome y sentía en mi bolsillo el peso de las canicas ganadas en la última partida. Me afloraban sonrisas en la cara, como en oleadas de satisfacción. En ese momento miré al espejo. Me sorprendió ver reflejado a ese hombre de pelo blanco, su enorme cara, arrugada como la corteza de un árbol. Volví arrastrando los pies hasta el sofá de la tele donde estaban el resto de ancianos, sabiendo que no tenía canicas en los bolsillos, ni barro, ni madre.

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